Una vez mi papá me dijo que una persona esta sola, solo cuando quiere estarlo. Sin embargo, luego de su partida sentí que estaba sola, aun sin quererlo.
Ese día fue maravilloso, nos levantamos como de costumbre a las 8.30, la mesa, decorada con galletita de todos los colores y facturas de crema y dulce de leche nos esperaba como todos los domingos. El desayuno de ese día era sagrado, los tres juntos sentados a la mesa, mi padre en la cabecera, mi madre a su derecha, y yo a su izquierda. Esa mesa rectangular me parecía enorme, sin embargo, ahora que la veo con algunos centímetros más de altura, me doy cuenta que no era tan grande como creía.
Luego de semejante agasajo, él se sentó a leer el periódico y mi madre se puso a cocinar ravioles, infaltables todos los domingos. Luego dos horas de siesta y a la plaza.
Rejas altas y negras separaban la casa de la calle, ruidos de llaves se escucharon entre las manos de mi padre hasta que la puerta se abrió. Comenzamos a caminar por la calle Alsina, solo cinco cuadras separaban mi casa del parque, aunque en ese entonces me parecían interminable, ahora concluyo que debía ser por la emoción que me causaba ir allí con mi padre. Desde la segunda cuadra caminada ya se podían ver las copas de los árboles que se extendían queriendo tocar el cielo.
Cien, ochenta, cincuenta, veinte, solo diez metros me separaban, solo un asfalto, no podía contener en mi cuerpo toda la emoción que sentía, entonces cuando crucé, mi padre me soltó la mano, que me había sujetado todo el camino y me eche a correr hacia la hamaca, por miedo a que algún niño entrometido me la quitara, pero nunca ocurría, a excepción de una vez que me pelee con una niña porque me quito mi lugar. Ese día mi padre se enojó como nunca conmigo, volví a casa despeinada y sucia, y llorando por el enojo de mi padre; la niña se fue igual que yo, ella me tiró los pelos, pero yo también a ella.
Pero este no era ese día, me subí la hamaca, mi padre me dio los primeros enviones y luego se sentó a verme, yo me hamacaba cada vez más alto, quería alcanzar el cielo, me gustaba sentir que el viento golpeaba suavemente mi cara. Inesperadamente me llamó, se sentó en un banco de plaza de madera barnizado, yo estaba hamacándome cuando me llamó y me dijo, recorda esto “una persona esta sola solo cuando quiere estarlo”. En ese momento no le di mucha importancia, tal vez porque no entendí lo que me quiso decir. Hoy muchos años después lo comprendo.
Mi padre era un hombre maravilloso, era muy respetuoso por la familia y los demás. Era muy conocido en la ciudad y yo lo admiraba por eso, creí que esa época mágica de niñez e inocencia jamás terminaría. Pero terminó.
Luego de su partida, yo tendría unos 14 años, unos hombres vestidos con uniformes prolijamente planchados de color azul, tocaron el timbre de mi casa, al instante comprendí lo que había ocurrido.
Nosotros lo habíamos despedido en la estación del pueblo 4 años antes, el 5 de octubre de 1940, y juró que regresaría, fue la única promesa que no cumplió.
Por las noches me despertaba creyendo escuchar sus pasos por el pasillo que conducía a las habitaciones, pero al instante caía en la cuenta de que era el viento golpeando las persianas.
A pesar de que me vida continuó su curso, nunca pude superarlo, tal vez porque el vínculo que tenía con mi padre era más fuerte que todo. Hoy traigo a mi hija a la misma plaza y me pierdo en el recuerdo, hacía mucho no que me ocurría esto…
Por un momento me pregunto dónde estoy, vuelvo a ser esa niña de 10 años hamacándose, inocente y despreocupada; pero luego el grito de una niña que me llama me trae de regreso a la realidad. Estoy sentada en aquel viejo banco, un poco mas desgastado por los años, y con graffitis de todos los tamaños, pero sigue siendo el banco. Lentamente la plaza se va despoblando y comienza a oscurecer, otro día más ha terminado, sin embargo yo sigo con mi espera.
Noelia Santolini
Ese día fue maravilloso, nos levantamos como de costumbre a las 8.30, la mesa, decorada con galletita de todos los colores y facturas de crema y dulce de leche nos esperaba como todos los domingos. El desayuno de ese día era sagrado, los tres juntos sentados a la mesa, mi padre en la cabecera, mi madre a su derecha, y yo a su izquierda. Esa mesa rectangular me parecía enorme, sin embargo, ahora que la veo con algunos centímetros más de altura, me doy cuenta que no era tan grande como creía.
Luego de semejante agasajo, él se sentó a leer el periódico y mi madre se puso a cocinar ravioles, infaltables todos los domingos. Luego dos horas de siesta y a la plaza.
Rejas altas y negras separaban la casa de la calle, ruidos de llaves se escucharon entre las manos de mi padre hasta que la puerta se abrió. Comenzamos a caminar por la calle Alsina, solo cinco cuadras separaban mi casa del parque, aunque en ese entonces me parecían interminable, ahora concluyo que debía ser por la emoción que me causaba ir allí con mi padre. Desde la segunda cuadra caminada ya se podían ver las copas de los árboles que se extendían queriendo tocar el cielo.
Cien, ochenta, cincuenta, veinte, solo diez metros me separaban, solo un asfalto, no podía contener en mi cuerpo toda la emoción que sentía, entonces cuando crucé, mi padre me soltó la mano, que me había sujetado todo el camino y me eche a correr hacia la hamaca, por miedo a que algún niño entrometido me la quitara, pero nunca ocurría, a excepción de una vez que me pelee con una niña porque me quito mi lugar. Ese día mi padre se enojó como nunca conmigo, volví a casa despeinada y sucia, y llorando por el enojo de mi padre; la niña se fue igual que yo, ella me tiró los pelos, pero yo también a ella.
Pero este no era ese día, me subí la hamaca, mi padre me dio los primeros enviones y luego se sentó a verme, yo me hamacaba cada vez más alto, quería alcanzar el cielo, me gustaba sentir que el viento golpeaba suavemente mi cara. Inesperadamente me llamó, se sentó en un banco de plaza de madera barnizado, yo estaba hamacándome cuando me llamó y me dijo, recorda esto “una persona esta sola solo cuando quiere estarlo”. En ese momento no le di mucha importancia, tal vez porque no entendí lo que me quiso decir. Hoy muchos años después lo comprendo.
Mi padre era un hombre maravilloso, era muy respetuoso por la familia y los demás. Era muy conocido en la ciudad y yo lo admiraba por eso, creí que esa época mágica de niñez e inocencia jamás terminaría. Pero terminó.
Luego de su partida, yo tendría unos 14 años, unos hombres vestidos con uniformes prolijamente planchados de color azul, tocaron el timbre de mi casa, al instante comprendí lo que había ocurrido.
Nosotros lo habíamos despedido en la estación del pueblo 4 años antes, el 5 de octubre de 1940, y juró que regresaría, fue la única promesa que no cumplió.
Por las noches me despertaba creyendo escuchar sus pasos por el pasillo que conducía a las habitaciones, pero al instante caía en la cuenta de que era el viento golpeando las persianas.
A pesar de que me vida continuó su curso, nunca pude superarlo, tal vez porque el vínculo que tenía con mi padre era más fuerte que todo. Hoy traigo a mi hija a la misma plaza y me pierdo en el recuerdo, hacía mucho no que me ocurría esto…
Por un momento me pregunto dónde estoy, vuelvo a ser esa niña de 10 años hamacándose, inocente y despreocupada; pero luego el grito de una niña que me llama me trae de regreso a la realidad. Estoy sentada en aquel viejo banco, un poco mas desgastado por los años, y con graffitis de todos los tamaños, pero sigue siendo el banco. Lentamente la plaza se va despoblando y comienza a oscurecer, otro día más ha terminado, sin embargo yo sigo con mi espera.
Noelia Santolini
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